Cuando nos enfrentamos a una civilización artística como la islámica, son evidentes dos factores que le hacen especial: la amplitud de las regiones que abarca, desde España a Asia central llegando hasta China sin olvidar la expansión por la África subsahariana y la extensión del fenómeno durante más de catorce siglos de historia. ¿Es posible tratar unitariamente en un fenómeno tan complejo y variado? Las imágenes que siguen son una respuestas. En la gran variedad de formas y materiales de construcción se notan unas constantes importantes. Por ejemplo, la atención que predomina sobre algunos edificios, como la mezquita (no sólo un lugar religioso, aunque también lo sea), la madraza (o secuela coránica) y las construcciones civiles principales, los baños públicos (hammam), los mercados (suk o bazar), y los caravansares. Estas construcciones definen perfectamente la ciudad islámica, peculiar y reconocible como tal en cualquier latitud. El arte islámico diferencia claramente entre público (con un arte manifiestamente abstracto) y privado, en el que lo figurativo no sólo no desaparece, sino que tiene plena ciudadanía y un vigor a veces inesperado. El imperativo religioso pese a que el Corán no se ocupe nunca de forma explícita de arte enlazado con el férreo monoteísmo con la inagotable acción creadora de Alá, se traduce en formas decorativas que a menudo son modulares y repetidas sin principio ni fin. El arte es más representativo seguramente es el de la caligrafía, con numerosas variantes gráficas, todas de remarcable impacto visual. Las cerámicas, con sus formas extraordinarias y una asombrosa gama de colores, los metales, con sus elegantes damasquinados de materiales preciosos y un gusto por el detalle inimitable, y los textiles, sedas refinadas integradas en un arte, el de las alfombras, que si no es exclusivo del arte islámico, es representativo de su inagotable variedad; forman el marco de una civilización artística riquísima y nada monótona.